Una de sus compañeras se había puesto enferma y Amparo había tenido que hacer un turno y medio en el supermercado. Llegó a casa cuando iban a dar las diez de la noche. Estaba tan cansada que solo comió una manzana y se preparó para acostarse. Salía de la ducha cuando llamaron a la puerta con cuatro golpes secos.
Se puso una bata, abrió y quedó sorprendida al ver a una niña de unos siete años. Era rubia, con los cabellos largos y rizados, y llevaba lo que parecía un uniforme de colegio con su nombre: Verónica. «Señora, me he perdido», le dijo. Preocupada, Amparo comentó que debían avisar a la policía, pero la niña le pidió algo para comer.
Tras cenar, a Verónica se le cerraban los ojos y Amparo la acostó en la cama del cuarto de invitados. Por la mañana, cuando entró en la habitación para despertarla, la niña había desaparecido.
Amparo fue a la comisaría, pero no había ninguna niña desaparecida de esas características. Entonces, recordando el uniforme que vestía Verónica, pensó en que podía ser el que utilizaban en el hospicio para niños huérfanos.
«Tuvimos una niña llamada Verónica, pero hace dos años que murió», dijo sor Piedad mostrándole una foto. Era ella, tal como la había visto.
Esa noche, Amparo volvió a oír los cuatro golpes en su puerta. La niña le pidió de nuevo comida y la mujer se la sirvió. Después quiso acostarse. Durante la noche, Amparo entró en la habitación y, al tocar la sábana, el cuerpo de Verónica se desvaneció.
Solo quedó una hoja de papel con un mensaje escrito con letra infantil: «Gracias por la comida y por cuidarme. Ahora tengo que llevarme a las personas que no quisieron ayudarme».